
A primera hora de la mañana de un frío 15 de febrero de 2013, una masa rocosa del tamaño de un barco pequeño, y con una masa de más de 10 000 toneladas, entró en la atmósfera superior de la Tierra sobre las fronteras de Mongolia, China y Kazajistán. Viajando a unos 68 000 km/h, en pocos segundos cruzó el cielo de Asia central para comenzar a desintegrarse por el rozamiento atmosférico a unos 100 kilómetros de altura sobre la ciudad de Cheliábinsk, ubicada al sur de los Urales, en la Siberia rusa. Su resplandor máximo en esos momentos fue tal que llegó a ser similar al del Sol. Multitud de cámaras de seguridad registraron espectaculares vídeos mostrando una especie de bólido luminoso que dejaba tras de sí una estela humeante, proyectando tanta luz que creaba nítidas sombras sobre el paisaje de ese helado amanecer ruso.
Debido a su enorme velocidad y la fricción con el aire en las capas más densas de la atmósfera, no solo se produjo el impresionante despliegue de luz, sino que también se generó una poderosa onda de choque cuando el asteroide explotó a 30 kilómetros de altura, que, al llegar al suelo, provocó el caos reventando paredes, puertas y ventanas en un radio de más de un centenar de kilómetros, y, lo que es más grave, causando heridas graves sobre todo por fragmentos de cristales a unas 1500 personas. Más de 6000 edificios y construcciones sufrieron desperfectos por esta onda de choque.
Con una energía superior en varias veces a la explosión de la bomba atómica de Hiroshima, este tipo de suceso fue el más devastador desde el evento de Tunguska, en la Siberia oriental, el 30 de junio de 1908. Causado por otro pequeño asteroide –o, quizás, un fragmento del núcleo de un cometa– de unos 60 a 100 metros de diámetro, arrasó decenas de millones de árboles en una zona afortunadamente despoblada en una extensión de más de 2000 km2, con una energía equivalente a unos 150 megatones, como la bomba de hidrógeno más potente que ha existido.
Entre las diferentes familias de pequeños cuerpos en nuestro sistema planetario hay un grupo de objetos cuyas órbitas cruzan el Sistema Solar interior conocidos como NEOS (del inglés Near Earth Objects, objetos cercanos a la Tierra). Se conocen en esta clase unos 25 000 ejemplares, de los cuales cerca de dos millares tienen un tamaño –mayor de un centenar de metros– y unas trayectorias próximas a la Tierra que los hacen acreedores de la categoría de potencialmente peligrosos: tienen posibilidad de chocar con nuestro planeta.
Sin embargo, en la Tierra tenemos gracias a la atmósfera nuestro mayor resguardo protector. Se piensa que gran parte de los NEOS con diámetros superiores a cien metros de diámetro ya han sido descubiertos, y las trayectorias de sus órbitas no parecen suponer un peligro significativo en las próximas décadas. Únicamente aquellos con tamaños de pocas decenas de metros y que, o bien se aproximan desde la dirección del Sol, haciéndose invisibles e indetectables, o bien interceptan nuestro planeta desde geometrías imposibles de alcanzar con los programas de seguimiento de NEOS, pueden pasar desapercibidos, pero quedan dentro de las dimensiones de objetos de los que nuestra atmósfera nos puede proteger: este fue justo el caso del asteroide que produjo el suceso de Cheliábinsk, y, en menor medida también, el de Tunguska.
Según investigaciones recientes, la frecuencia de impacto con la Tierra de cuerpos de diámetros superiores al kilómetro es muy pequeña hoy en día, estimándose que la colisión de un asteroide de 20 o más metros de diámetro se produce algo más de una vez por siglo. Sin embargo, las colisiones con asteroides o cometas de mayor tamaño y alcanzando la Tierra serían muchísimo más devastadoras.
El mejor ejemplo de un impacto causante de una catástrofe a escala planetaria es el asteroide que causó la extinción de los dinosaurios hace unos 65 millones de años.
Esta hipótesis ampliamente aceptada por la comunidad científica postula que un asteroide de unos 10-15 km de tamaño chocó con la Tierra en la región donde actualmente se halla la península del Yucatán, en México, y donde se ubica hoy un cráter de impacto sumergido de unos 180 km de diámetro, llamado Chicxulub. La disminución de las temperaturas y la opacidad atmosférica causada por la enorme cantidad de material inyectado en la atmósfera alteraron por completo el ecosistema terrestre provocando la desaparición de más del 75 % de las especies vivas del planeta, entre las que se encontraban los dinosaurios.
Así, parece necesario e importante que existan programas de búsqueda y seguimiento de estos cuerpos, en especial los NEOS, para prevenir de una manera adecuada el peligro que pueden representar. Diversas instituciones en todo el mundo, como agencias espaciales, observatorios y centros de investigación desarrollan programas de seguimiento de NEOS, fruto de los cuáles en los últimos años se han descubierto y caracterizado un gran número de ellos, aunque aún estamos lejos de tener a todas las potenciales amenazas controladas. Sin duda, lo más importante es ser capaces de detectar con la suficiente antelación a cualquier asteroide o cometa que pueda suponer un riesgo para la humanidad.
Autor texto: Ángel Gómez Roldán
Director y Editor de la revista Astronomía